“La fe crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo”.
Si nos preguntamos por la fuente de nuestros conocimientos, unas cosas las descubrimos directamente y otras indirectamente, por medio de alguien que nos los transmitió y por cuya autoridad las tomamos como verdaderos. De esta manera conocemos acerca de nuestra vida y familia –árbol genealógico-, estudios y profesión, conocimientos científicos de los que nos fiamos casi sin entender -¿cuántos sabrían explicar por qué la luz se prende al apretar el interruptor o por qué el paracetamol alivia el dolor? La confianza es inherente a nuestra vida y a nuestro modo de conocer. Y no por eso estas certezas tienen menos valor, pues, aunque uno no pueda abarcarlo todo, si se fía de otros puede ampliar su mirada. Además, el confiarse a otra persona, sobre todo si le se ama por sus conocimientos y honestidad, posee significado antropológico. ¿Podríamos vivir sin amar y sin ser amados?
Confiar, creer en el otro y en lo que nos dice, es tener fe que, en el plano humano, nos permite conocer cosas fuera de nuestro alcance. Pero si éstas responden al anhelo de absoluto que anida en nuestro interior y se abren a la trascendencia, la fe adquiere una dimensión sobrenatural. Así, cuando se experimenta el amor de Dios, que se acerca al hombre y se le muestra dándole respuestas, la mejor opción –aunque no la única, por eso requiere la libre aceptación- es abandonarse en Quien es suma verdad y digno de plena confianza y ganar así la certeza sobre la propia vida y la de Dios (Cfr. Porta fidei, 7).
Esta fe, que cree en Dios y cree a Dios, se vive entonces como plenitud. Primero, porque amplía nuestro conocimiento con lo que Dios nos revela –contenido objetivo de la fe- y perfecciona nuestro amor –a sí mismo y a los demás- a la manera divina. Pero sobre todo porque gratuitamente nos entrega una riqueza de trascendencia eterna. De ahí que Santo Tomás defina la fe como “acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios” (Suma Teológica, II-IIa, q. 2, a. 9, in c). Es uno el que cree en lo que Dios revela dándonos su Palabra, su Hijo, y le entrega su vida emprendiendo un camino para siempre. Pero no cree en solitario, pues esta puerta de la fe a Dios, se ha concretado en quienes recibieron Su revelación y la custodiaron: la Iglesia de Cristo. Uno cree en singular, pero en la comunidad de fe.
La fe no es algo teórico, sino que afecta la vida entera. Por eso en cada creyente en la Palabra de vida, Cristo, la fe ha ido modelando en continua conversión, sus pensamientos, afectos y comportamientos. Muchos testimonian esta transformación, que sigue actuando en medio de limitaciones y miserias.
Así el Papa Benedicto XVI invita al inicio del Año de la Fe -octubre 2012 a noviembre 2013-, a “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Porta Fidei, 2).
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas
Si nos preguntamos por la fuente de nuestros conocimientos, unas cosas las descubrimos directamente y otras indirectamente, por medio de alguien que nos los transmitió y por cuya autoridad las tomamos como verdaderos. De esta manera conocemos acerca de nuestra vida y familia –árbol genealógico-, estudios y profesión, conocimientos científicos de los que nos fiamos casi sin entender -¿cuántos sabrían explicar por qué la luz se prende al apretar el interruptor o por qué el paracetamol alivia el dolor? La confianza es inherente a nuestra vida y a nuestro modo de conocer. Y no por eso estas certezas tienen menos valor, pues, aunque uno no pueda abarcarlo todo, si se fía de otros puede ampliar su mirada. Además, el confiarse a otra persona, sobre todo si le se ama por sus conocimientos y honestidad, posee significado antropológico. ¿Podríamos vivir sin amar y sin ser amados?
Confiar, creer en el otro y en lo que nos dice, es tener fe que, en el plano humano, nos permite conocer cosas fuera de nuestro alcance. Pero si éstas responden al anhelo de absoluto que anida en nuestro interior y se abren a la trascendencia, la fe adquiere una dimensión sobrenatural. Así, cuando se experimenta el amor de Dios, que se acerca al hombre y se le muestra dándole respuestas, la mejor opción –aunque no la única, por eso requiere la libre aceptación- es abandonarse en Quien es suma verdad y digno de plena confianza y ganar así la certeza sobre la propia vida y la de Dios (Cfr. Porta fidei, 7).
Esta fe, que cree en Dios y cree a Dios, se vive entonces como plenitud. Primero, porque amplía nuestro conocimiento con lo que Dios nos revela –contenido objetivo de la fe- y perfecciona nuestro amor –a sí mismo y a los demás- a la manera divina. Pero sobre todo porque gratuitamente nos entrega una riqueza de trascendencia eterna. De ahí que Santo Tomás defina la fe como “acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios” (Suma Teológica, II-IIa, q. 2, a. 9, in c). Es uno el que cree en lo que Dios revela dándonos su Palabra, su Hijo, y le entrega su vida emprendiendo un camino para siempre. Pero no cree en solitario, pues esta puerta de la fe a Dios, se ha concretado en quienes recibieron Su revelación y la custodiaron: la Iglesia de Cristo. Uno cree en singular, pero en la comunidad de fe.
La fe no es algo teórico, sino que afecta la vida entera. Por eso en cada creyente en la Palabra de vida, Cristo, la fe ha ido modelando en continua conversión, sus pensamientos, afectos y comportamientos. Muchos testimonian esta transformación, que sigue actuando en medio de limitaciones y miserias.
Así el Papa Benedicto XVI invita al inicio del Año de la Fe -octubre 2012 a noviembre 2013-, a “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Porta Fidei, 2).
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas